Hay lugares donde nos quedamos, y hay otros que se quedan en nosotros.
La Pandemia del Covid 19 nos obligó a vivir nuestras vidas de diferentes maneras. A millones de personas las obligó a confinarse y a otras nos obligó a desplazarnos a otros lugares.
Mi caso particular, es que gracias al virus pasé de ser maestro presencial de Ciencias Sociales, Ciencias Políticas y Filosofía en un plantel educativo en la Ciudad de Barranquilla donde hace once años me había erradicado a ser maestro virtual desde la casa rural de mis padres en la vereda de Palmar de Candelaria, el lugar donde nací y crecí. Esta población tiene más de dos siglos de existencia y su población inicial fue completamente indígena, descendiente de la tribu Mokaná de la cual se encuentran evidencias arqueológicas como vasijas de barro y osamentas. El corregimiento se encuentra ubicado en el sur del Departamento del Atlántico y no supera los dos mil habitantes.
La vida en Palmar de Candelaria gira en torno a la naturaleza. El pueblo es bastante tranquilo, pues se encuentra rodeado por montañas y una gran llanura hacia el norte. Sus habitantes son maravillosos, la mayoría son campesinos muy nobles quienes con mucha humildad y dedicación cultivan sus tierras. La paz y la tranquilidad que se siente en el lugar es fascinante, digna como para veneralas de por vida. A ciencia cierta, es el lugar adecuado y perfecto como para pasar unas vacaciones o para vivir allí.
Aunque por costumbre me levanto a las cinco de la mañana mi jornada laboral la estoy iniciando de ocho y treinta hasta la tres y cuarenta de la tarde, hora en la que me estoy desprendiendo sea de la computadora o del teléfono. Me he acostumbrado tanto que ya no puedo empezar el día si antes no me tomo un café cargado y respiro un poco de aire puro por la ventana de la habitación o asomado a la puerta que va hacia la calle o al patio. El aire es cien por ciento puro y libre de contaminación. Suele hacer un poco de calor en el verano y un frio amable en el invierno.
Sus habitantes son gentiles y una de las cualidades que puedo resaltar del lugar es que aunque no te conozcan te acogen y te adoptan. Es natural del lugar darse los buenos días o saludar a quien te encuentres por la calle. Hay tiendas, escenarios deportivos para la recreación, escuelas y templos cristianos para asistir y compartir en familia. Considero a este hermoso lugar como un buen vividero y sin temor a equivocarme me atrevería a asegurar que es el mejor vividero del mundo.
El confinamiento y el aislamiento al que me he visto sometido gracias a la pandemia del Coronavirus me ha llevado a descubrir el sentido de la vida: vivir en familia, aprovechar el tiempo perdido con ellos, apreciar a algunos amigos de la infancia y del colegio, disfrutar de la naturaleza, de la flora y de la fauna y sobre todo disfrutar de mi hijo recién nacido. Creo que esta es una oportunidad única y que no la volveré a vivir por ello he disfrutado de estos días como si fueran los últimos.
En los ratos libres salgo a caminar hacia el campo, no visito a mis amigos por cuestiones de bioseguridad pero por lo general me voy a una finquita que tienen mis padres a las afueras del pueblo. Trabajo allí en cuestiones agrícolas, más los fines de semana, aunque más que trabajar voy es a aprender de las actividades del campo. Aunque nací y crecí en el pueblo soy un hombre muy citadino, pero si orgulloso de ser hijos de campesinos.
La peste nos ha demostrado a todos lo importante que es el campo. No todo es la ciudad, esa gran selva de cemento que nos ha consumido a todos. Regresar al campo me ha traído muchos aprendizajes y el más relevante de ellos es que se puede ser feliz en el lugar más bonito del mundo.