“Antes todo era sencillez, rusticidad, paz. Y de pronto el valle se vio invadido por las máquinas” fragmento.
Hace unos días estuve en un corregimiento atlanticense llamado Arroyo de Piedras en jurisdicción del Municipio de Luruaco, la tierra de la arepa con huevo. Al caminar por sus calles polvorientas y toparme con algunos trabajadores y obreros de las minas y canteras donde se procesa la extracción de la piedra caliza, me vino a memoria aquel libro que me había leído en el año de 2008 del escritor colombiano Fernando Soto Aparicio llamado “La Rebelión de las Ratas”.
Aunque el texto de Soto Aparicio narra la historia de los habitantes de un pueblo ficticio llamado Timbalí que el autor ubica en el Departamento de Boyacá, la experiencia que viví en aquel pueblito me hizo asociar su situación real con la del pueblo que describe el escritor colombiano en su obra.
Al igual que Timbalí, Arroyo de Piedra se encuentra a la merced y bajo el dominio de un número determinado de empresas extranjeras y nacionales que están explotando los recursos naturales de dicha región llevándose así las riquezas económicas que generan para el exterior y otras regiones del país dejando el lugar y sus habitantes en la pobreza y la miseria.
La novela de Soto Aparicio, publicada en el año de 1962, pareciera estar escribiendo la historia de esta población atlanticense, y tal vez, la de otros pueblos colombianos y latinos, quienes también han de encontrarse bajo la misma situación, es decir, bajo el dominio de grandes empresas mineras multinacionales quienes a su vez obedecen a patrones netamente neoliberales aprovechándose de los recursos y riquezas naturales de los lugares como los descritos, despojándolos del progreso social y humano. Sin exagerar, las calles polvorientas de esta población que no cuenta con iglesia ni con servicios públicos de calidad, muestran el abandono y la desidia en la que viven desde hace décadas y asemejan mucho la cruda realidad de Timbalí.
La obra de este autor colombiano traspasó la realidad el día que estuve en ese corregimiento. Aunque la novela narra una serie de situaciones (asonadas y revueltas populares) que empiezan a ocurrir una vez los trabajadores de las minas descubren varios cadáveres de un grupo de obreros muertos que fueron sepultados por un túnel que había colpasado y cuyo acto había sido ocultado por los dueños de las minas, Arroyo de Piedra está lejos de tal situación o proceso, pues el sentimiento de cambio no pareciera que estuviera sembrado en la mente de muchos de sus habitantes.
Aunque el lugar es tranquilo, habitualmente un remanso de paz, esa tranquilidad se ve interrumpida sucesivamente por el ruido incesante de las máquinas y vehículos pesados que transportan el material, y en gran parte, del ruido producido por las dinamitas detonadas para quebrar las piedras de gran tamaño en las minas. Los habitantes del pueblo, en su mayoría, se dedican a tres cosas: la agricultura, la pesca y la minería, este último oficio ha causado un deterioro irreparable en el paisaje natural del lugar, pues la explotación de piedra caliza a cielo abierto ha impactado de manera negativa la flora y la fauna de la región.
Al estilo de Timbalí, tal vez estas grandes compañías y sus dueños adinerados les han vendido la idea del progresos y del desarrollo a los pobladores de dicho corregimiento, pero, ¿A qué precio? Considerablemente al precio que valen sus recursos naturales, su dignidad y sobre todo, al precio que valen sus propias vidas y su humanidad.
En lo poco que he logrado describir, mi experiencia vivida cuando estuve de visita en aquel pueblito, y asociado aquella realidad reflejada en la obra del escritor colombiano Fernando Soto Aparicio, uno de los tantos intelectuales que a través de la literatura nos ha enseñado la cruda realidad de la existencia, de la cabalidad de la vida, y sobre todo, del destino del ser humano.